Alejo dejó ver desde muy pequeño que tendría una personalidad fuerte, como era de esperar con nuestra combinación genética, ya que tanto su papá como yo somos, como diría mi tía, «mandaditos a hacer». Así que, en su edad preescolar, como mamá, sufrí mucho cuando comenzó a descubrir su individualidad. Los momentos de «no», «no quiero», «no me gusta», «no me lo pongo» o «no me lo como» empezaron a multiplicarse y complicar mis días de maternidad, por decir lo menos. Entonces recurrí a la frase que había escuchado muchas veces cuando era niña y que estaba en mi subconsciente, lista para salir en este momento de mi vida: «lo haces porque yo lo digo, y punto». Como resultado, comencé a experimentar la causa más frecuente de sus primeras pataletas y uno de los primeros indicios para cambiar los patrones generacionales de crianza y pasar a lo que tanto encontraba en las redes: una crianza consciente y respetuosa. Uno de los descubrimientos que cambió mi vida en ese momento fue reconocer la «parcela de poder» de Alejo. Cuando se presentaba el momento de resistencia, la mejor forma de superarlo era darle opciones aceptables y seguras para que él decidiera. Por las mañanas, para comenzar bien el día y evitar discusiones sobre qué comer, siempre le preguntaba: «¿Huevos amarillos o blancos?» para que pudiera elegir entre huevos revueltos o cocidos. Así, al darle opciones, él tenía un margen de decisión que le permitía sentir control y, por supuesto, reafirmar su individualidad. Tiempo atrás, había comenzado con Alejo la dinámica que recomiendan los expertos, ofreciéndole dos opciones de camisa para vestirse o dejándolo elegir el cuento para leer. Pero en medio de las discusiones y la tensión que generaba el «no», no se me había ocurrido hacer lo mismo en momentos de crisis. Como mamá, no era consciente de la semilla que había sembrado, ni de que la práctica que ya estaba implementando era la solución para mi problema por las mañanas. Escuchar a Alejo repetir mi «y punto» me hizo entender cómo se sentía él en las situaciones cotidianas donde no lo tenía en cuenta para tomar decisiones simples. Por supuesto, esa «parcela de poder» irá creciendo con el tiempo. Pero siento que, en esta etapa de sus vidas, tenemos una ventana de oportunidad para que nuestros hijos comprendan la dinámica de tomar decisiones, comenzando por las de su vida cotidiana.
Si le tapa la boca, le van a salir letreros
Estoy convencida de que la clave de una buena relación basada en el respeto mutuo es la comunicación. No siempre debemos estar de acuerdo, pero poder plantear nuestras opiniones y encontrar las diferencias y puntos en común con otros es una dinámica que deberíamos enseñarles a nuestros hijos desde muy pequeños. Después de todo, la comunicación verbal es una parte fundamental de la inteligencia humana. Por supuesto, desde nuestro rol de padres, esta comunicación implica establecer límites, pero eso no significa que todo alrededor de la vida de nuestros hijos sean reglas. Que nuestra comunicación en la edad preescolar se limite a una serie de comandos e instrucciones. Yo crecí con muchas reglas y recuerdo que me decían: “Si le tapa la boca, le van a salir letreros”. Cuestionaba todas las reglas, siempre tenía una opinión, una historia o una pregunta que decir. Por supuesto, me mandaron a callar muchas veces. Y aunque no me gusta recordarlo, hoy comprendo que esas fueron las mejores herramientas de crianza que tuvieron mis padres, pero yo tengo otras para ejercer mi maternidad. Por eso, la comunicación con Alejo es uno de los pilares que siempre tengo en cuenta a la hora de criar. Afortunadamente, el niño salió igualito a su mamá. No le van a salir letreros porque aún no sabe escribir, pero empieza a hacer mímicas y muecas que me transportan a mi infancia. Si bien el lenguaje suele desarrollarse rápidamente una vez los bebés comienzan a adquirirlo, nosotros podemos cultivarlo para que después de los dos o tres años sea más fácil comunicarnos con nuestros hijos. A Alejo, desde muy bebé, le hablábamos todo el tiempo, le relatábamos lo que íbamos haciendo como narrador deportivo, le cantábamos, inventábamos rimas, repetíamos trabalenguas, le leíamos cuentos infantiles y cualquier otra lectura laboral que se atravesara por el trabajo en casa que vivimos durante la pandemia. Desde la intuición, ese fue nuestro mejor esfuerzo por enseñarle fonemas y la connotación de las palabras que iba guardando en su cerebro como una esponja. Hoy, me gusta pensar que todo eso influyó en que Alejo hablara claro y fluido desde muy pequeño. Así que pronto descubrió su “gran voz”. Eso me permitió conocer su mundo, comprenderlo desde mi maternidad. Para él, el hecho de poder expresar sus deseos, necesidades y emociones con claridad lo llevó a exigir, con palabras, ser escuchado. En casa, eso se da por sentado, pero en otros espacios, él mismo lo demanda. Levanta la mano dentro del carro y dice: “tengo algo que decir”. Es una práctica que siempre alentamos, después de todo, escuchar sus historias y opiniones hace más fácil mi maternidad.
Mamá, Yo soy bueno amando
Recientemente, estábamos jugando con unas cartas diseñadas para fomentar la comunicación con los hijos, con preguntas provocativas. La suerte nos llevó a preguntarle a Alejo: «¿En qué crees que eres bueno?» y su respuesta quedará grabada en mi memoria y mi corazón para siempre: «Mamá, yo soy bueno amando». En ese momento supe que, a sus tres años, estábamos en el camino correcto, que mi hijo estaba aprendiendo lo realmente importante para su desarrollo como persona. Como mamás, hemos visto y leído sobre la sorprendente habilidad con la que se desarrolla el cerebro en los primeros años de vida de nuestros hijos. Algunas, como yo, creemos que eso implica exponerlos a cuantas cosas se nos ocurran. Confieso que Alejo, a sus seis meses, escuchaba Mozart, Beethoven, Bach, Queen, sonidos de la naturaleza, instrumentales suaves, tambores, rondas infantiles en diferentes idiomas y clásicos vallenatos, para que, en medio del frío bogotano, no perdiera sus raíces costeñas. Durante su primer año, estaba comprometida con todas las actividades que encontraba en internet para que Alejo fuera un niño inteligente. Nadaba en espaguetis de colores, le hice un tapete sensorial, tenía una caja de cartón grande para meterse y pintar, un aro para estimularlo, juegos para experimentar olores y sabores nuevos, rutinas en su gimnasio, y todo lo que estuviera a mi alcance. Hoy me da un poco de risa, pero si tuviera la oportunidad, no dudaría en volver a hacerlo. Cuando leí a Álvaro Bilbao, reconocido por su best seller «El Cerebro del niño explicado a los padres», me di cuenta de que no estaba tan mal. No por las metodologías que de forma desestructurada estaba implementando, sino porque a través de esos momentos, estábamos interactuando, jugando y ofreciéndole no solo oportunidades para explorar, sino lo más importante: amor. Si bien nuestros hijos vienen programados para aprender de nosotros, hacerlo en un espacio seguro, de juego, en el que se sientan amados, marca la diferencia. Actividades sencillas como ir al parque, al campo, a hacer compras, jugar, cocinar juntos, bailar en la sala de la casa, leer un libro, hacer un camping con sábanas en el cuarto, abrazarlos, apapacharlos y decirles que los amamos varias veces al día, favorecen su desarrollo cognitivo, emocional y social, y al mismo tiempo, fortalecen nuestro vínculo con ellos. Entonces, si ya sabemos que los primeros años de la infancia son determinantes en el desarrollo mental y emocional de nuestros hijos, ¿por qué no aprovechamos al máximo esta ventana de oportunidad que tenemos como padres para invertir en un proyecto que siempre será parte de nuestras vidas? Además, este es el momento en el que somos sus personas favoritas, una parte importante de su mundo. Así que destinar un tiempo de juego y programar actividades con nuestros hijos resulta, para mí, una excelente inversión a corto y largo plazo.
Yo puedo solito
En el mural de la clase de Alejo estaban expuestos los carteles que mostraban los resultados de un ejercicio donde los niños y niñas respondían a la pregunta sobre en quién confiaban. Buscando la respuesta de mi hijo, leí las de los demás. La mayoría de los dibujos decían mamá, papá, ambos, otros miembros de la familia como la abuelita, los hermanos y hasta el perro. Los cuidadores, naturalmente, estamos llamados a ser el lugar seguro de los niños y niñas en estas primeras fases de su vida. Ya hemos escuchado de los expertos que nuestra función principal como padres es mantenerlos seguros. Eso implica límites, pero también dejarlos experimentar. No pretendo hablar del apego que pueden tener los niños con sus cuidadores, ni cómo eso puede afectar su vida adulta o el desarrollo de ciertas patologías, con la profundidad que se requiere y que han dedicado varios expertos en sus publicaciones. Pero sí me gustaría destacar, desde mi experiencia, incluyendo aciertos y desaciertos, un elemento que considero fundamental: la confianza. Si queremos ser un lugar seguro para nuestros hijos cuando enfrenten cualquier situación de estrés, o cuando solo necesiten una base segura en sus momentos de calma, ellos deben poder confiar en nosotros; y nosotros también debemos confiar en ellos y en sus capacidades. Incluso, debemos alentarlos a confiar más en sí mismos, cuando haga falta. Yo, como la mayoría de mamás primerizas, tuve que ir aprendiendo a confiar en las capacidades de Alejo, con el temor latente de la caída y la frustración. Él aprendió rápido a sobrellevar la primera. Ha interiorizado como un mantra «siempre levantarse» y con canciones, hemos aprendido a superar los golpes y ser más cuidadosos con nuestro cuerpo. Sobre la segunda, debo ser sincera y decir que seguimos trabajando los dos en el manejo de la frustración. Y parece que todavía nos queda un largo camino. Pero como en la maternidad todos los días aprendemos a redescubrirnos, he encontrado en mí una mamá relajada que me ha sorprendido gratamente. De hecho, mis amigas no lo creían cuando me veían que no tenía problemas al dejar que Alejo corriera por el restaurante en su ejercicio de exploración, escalara en los muebles de la sala, o hiciera «experimentos de burbujas» con su bebida. Parecía que eran conductas demasiado permisivas que no iban con el estándar de mi personalidad, ni de mi profesión. Pero afortunadamente, por instinto al principio, y luego leyendo, aprendí que para Alejo era fundamental que yo confiara en él. Pronto me di cuenta de que solo si yo estaba acompañándolo, orientándolo y diciéndole «tú puedes», él se daba cuenta de que sí podía hacerlo. Y luego, creía que podía lograrlo así yo no estuviera a su lado. Ahora, con mucha más confianza en sí mismo, frecuentemente me dice: «yo puedo hacerlo solito. Mamá, confía».
Las historias que escribo para ti
Siempre quise ser mamá y organicé mi vida para cuando llegara el momento. Cambié de un trabajo 24/7 con altos niveles de estrés a uno con horario de oficina, donde las decisiones importantes del día estaban relacionadas conmigo: ¿qué comer?, ¿qué ropa usar?, ¿a qué hora regresar a casa? Decidí liberarme de la microgestión laboral para tener mi mente y cuerpo listos para lo que sería mi mejor trabajo: ser mamá. Claro, hemos escuchado mil veces que es un trabajo invisibilizado y poco valorado que agota mental, emocional y físicamente a las mujeres. Pero para mí, hay una diferencia abismal cuando se hace con amor, como cualquier otro trabajo en la vida. Cuando las cosas se hacen con amor, siempre salen mejor. Y aquí la ventaja es que el amor por nuestros hijos es natural y realmente de otro nivel. Recordar esto es mi mejor recurso ante cualquier crisis de crianza. Recordar cómo puedo ejercer mi rol de mamá desde el amor ha sido clave en todo momento. Desde la responsabilidad que tenemos en la supervivencia de los primeros días, en el desarrollo mental del primer año, las crisis de los «terribles dos», hasta las muestras de autonomía de la personita en la que se van convirtiendo nuestros hijos. Hace poco, escuché a la psicóloga infantil Andrea Cardemil decir que uno de los primeros elementos que necesitábamos los padres en la crianza respetuosa era ponernos los “lentes amorosos” para mirar a nuestros hijos. En ese momento, inevitablemente recordé el primer consejo de mi pediatra, un reconocido doctor con más de 35 años de experiencia: “el niño solo necesita amor”. Con su mensaje, ambos llegaban a la misma conclusión: esa conexión de amor es la que me permite ver qué necesita mi hijo y, en consecuencia, si sigo ese instinto, me mostrará qué debo hacer como mamá. Así que eso es lo que encontrarás en este blog: historias de crianza real en las cuales he aplicado las recomendaciones de expertos y los consejos de otras mamás que me han funcionado con Alejo, para criarlo desde el amor. Soy una mamá como tú, con momentos brillantes en los que me doy cuenta de que lo estoy haciendo de forma estupenda, momentos de confusión en los que debo buscar ayuda y momentos duros de aprendizaje. Pero para Alejo, soy la mejor mamá del mundo, soy su lugar seguro, soy la persona que más lo ama en el universo, y afortunadamente, todavía soy su persona favorita.